martes, 29 de noviembre de 2011

Final del juego


Edenizar. Edenizar viejos amores es lo que hago.

Ya no recuerdo cuando fue que decidí ser solo una sombra de mí. Tal vez borré como sin querer el instante aquel en que renuncié a vivir como si valiera la pena. Ahora edenizo.

Me levanto, no tan temprano, y paso mi mano sobre las sábanas pensando en aquella pelirroja en cuya cama perfumada amanecí tantos soles. Cierro los ojos cinco minutos para ver, antes de levantarme, ese escarlata furioso acariciando su espalda. .

En la ducha, mientras me enjabono suavemente, recuerdo las mañanas de sexo húmedo que, en aquella bañera celeste y de corte colonial, supimos compartir con una gringa de ojos verdes.

A la hora del café, mientras la taza humea en mis manos - hoy ya más viejas que por entonces - la pienso a ella, LA colombiana, y sus desayunos de frutas tropicales y expresos casi tan negros como su pelo.

Mientras alterno entre los diarios y algún libro de moda, aprovecho la mañana atajando vientos en el parque, al tiempo que mi mente me retrotrae una y otra vez a esa mesera de modales fuertes y reacciones exageradas, que ocultaba sus agudas reflexiones a los ojos mundanos del prejuicio habitual.

A la hora del almuerzo me pego una viaje para el norte del Perú, me encuentro buscando sombras en la cocina de mi departamento porteño para esconderme del sol abrazador que baña las costas norteñas del país del Inca. En la silla vacía que se posa frente a mí, la dibujo cada día a Diana, morena de cinturas anchas, que sacude al son de una música que solo escucha ella, pero que disfrutamos los dos.

Luego en el trabajo, mientras ataco sin ganas las teclas gastadas de algún viejo computador, me refugio en el regazo amplio de Marta, esa que mis amigos de adolescencia llamaban "la vieja". Me recuerdo de sus cariños suaves, que si no fuera por la lujuria con que se disfrazaban de tanto en tanto, podrían haber sido confundidos por maternales.

Hace ya unos años que he dejado de merendar, y será por ello que pienso cada vez menos en esa inglesa de ojos celestes, que detrás de su cara angelical guardaba un mar de reproches enfermizos. Bien sabía ella complementarse con exquisitos besos para adormilar mi orgullo, un te agridulce que algún día me cansé de tomar.

Ya en las cenas, cada vez más tempranas, me encuentro con Isabella en algún punto de la Italia, y me pierdo en su figura y sus pastas mientras devoro, adormecido, alguna comida descongelada.

Luego, tras un día de viajes, de caricias en jóvenes pieles hoy ya marchitas, entro en mi habitación. Me saco los zapatos, los pongo junto a la cama para evitar problemas, y me desvisto silenciosamente con las luces apagadas. Doblo mi ropa y la acomodo en una silla mientras decido, una vez más, no lavarme los dientes en señal de protesta idiota contra el destino.

Entro en mi cama lo más suavemente que el cuerpo me lo permite, y empiezo mi pelea contra el insomnio sin siquiera tocar a Marta, esa vieja chota, por temor a despertarla y que ella intente, una vez más, infructuosamente, despertar a esta chota vieja.

1 comentario:

  1. Que grande Marta que todavia tiene la ilusion de poder despertar una chota vieja.

    ResponderEliminar