martes, 20 de septiembre de 2011

La inocencia del devenir

"Jugar, jugar y ver que pasa"


Estuve un tiempo alejado de Nietzsche. Perdimos contacto no sé bien por qué. Él siempre estuvo ahí, disfrazado de tinta impresa en mi estantería, y yo lo dejé. Si me apuran, adivino que lo dejé porque ya estábamos, ya me había dicho lo que yo quería escuchar y entonces me tocaba vivir, algo que tal vez, al mismo Frederich le costó más que escribir.

Como sea, volví a sus libros. Y volví, claro, porque ya no estábamos, porque yo ya no estaba ¿Dónde estaba? Bueno, estaba acá, pero con un corte que no me sentaba bien, muy rutinario, muy sedentario, muy, muy, muy demasiado humano, claro.
Así que cuestión me fui a cagar, literalmente, y tomé un libro de Nietzsche sin pensarlo mucho, que es actuando de ese modo cuando más se acierta, digamos.

El Ocaso de los ídolos titula esta edición de bolsillo, y yo ya lo había leído tiempo atrás. Pasando las hojas me paré en aquellos versos que tenía señalados con una tinta azul barata, por supuesto. Y llegué, al ratito, a este que me trae a escribir. Es uno de los párrafos “8”, el último del capítulo que el alemán tituló Los cuatro grandes errores, lo marqué con un casi ilegible “inspirado”  y dice así:

“Nadie es responsable de existir, de estar hecho de este o de aquel modo, de encontrarse en estas circunstancias, en este ambiente. La fatalidad de su ser no puede ser desligada de la fatalidad de todo lo que fue y será.  Él no es la consecuencia de una intención propia, de una voluntad, de una finalidad, con él no se hace el ensayo de alcanzar un «ideal de hombre» o un «ideal de felicidad» o un «ideal de moralidad», - es absurdo querer echar a rodar su ser hacia una finalidad cualquiera.  Nosotros hemos inventado el concepto «finalidad»: en la realidad falta la finalidad...
Se es necesario, se es un fragmento de fatalidad, se forma parte del todo, se es en el todo, -no hay nada que pueda juzgar, medir, comparar, condenar nuestro ser, pues esto significaría juzgar, parar, condenar el todo... ¡Pero no hay nada fuera del todo!
- Que no se haga ya responsable a nadie, que no sea lícito atribuir el modo de ser a una causa prima, que el mundo no sea una unidad ni como sensorium ni como «espíritu», sólo ésto es la gran liberación  - sólo con ésto queda restablecida otra vez la inocencia del devenir... El concepto «Dios» ha sido la gran objeción contra la existencia"... Nosotros negamos a Dios, negamos la responsabilidad en Dios: sólo así redimimos al mundo.”

Hoy quiero trabajar un poquito en la idea de este escrito. En la íntima seguridad de que no somos responsables de absolutamente nada.

Recién, en medio de mi escritura, escuché silbar la pava. Una cagada, se me hirvió el agua para el mate. No es tan grave igual, ahí está el termo desbocado, escupiendo vapor esperando estar a punto. El hervor de esa agua olvidada en la hornalla, fue tan inevitable como el hecho de que yo olvidara ir a buscarla, tan inevitable como el accionar de mis dedos en estas teclas, y tan inevitable como que vos estés leyendo ahora estas palabras.

Todo lo que percibo me hace pensar que mis decisiones, mis movimientos, voluntarios o no, son tan necesarios, tan absolutamente inevitables como la excitación de Silas (el perro que vive en casa) al verme entrar; y su excitación tan inevitable como el florecimiento de los jazmines del jardín en primavera; y el florecimiento de estos tan inevitable como el caer de una gota de lluvia; y el caer tan inevi… Se entiende la idea.

La inmovilidad de una piedra le pertenece tanto a ella como estas palabras a mí, o como tu mayor orgullo a vos. Lo único que nos empuja a pensar que esto no es así es el deseo de que no lo sea.

Por supuesto, el hecho de que la humanidad casi entera, se haya pensado por tanto tiempo a sí misma como un elemento diferente de la realidad, como un ente superador, distinto, dueño de sí, apartado del resto, fue también algo necesario, inevitable.

Creo, sin embargo, que los tiempos de ese paradigma se están terminando. Tal vez esa creencia tenga mucho de deseo, tal vez no tanto, el tiempo dirá.

Como fuera, ese no es el punto de mi escrito. Acá vengo, nomás, a revivir la invitación de Nietzsche a sumarse a esta corriente del pensamiento. Esta que asume su levedad y su no su, es decir, que lo mío no es tan mío ni lo tuyo es tan tuyo, aunque la individualización de la pertenencia nos sirva para convivir, lo cierto es que mi conciencia es tan mía como el sabor de la manzana es de ella. Mi voluntad es mía como el color de mis ojos, y yo soy tan ella como soy uña de mi pulgar, la separación es una cuestión de enfoque y un modismo histórico que la humanidad ha de superar, o con el cual ha de perecer.

El inicio de este modismo es difícil de saber, pero podemos animar una explicación, una de las tantas que quizás vengan.

Podemos suponer que en la prehistoria, y seguramente durante su desarrollo, un(a) joven notó la diferencia entre el desear hacer y el hacer. Es decir, dejó de actuar meramente por impulso. Se percató que, antes de realizar tal o cual movimiento, lo deseaba. Separó así, de manera semiconsciente, la voluntad, del hecho. Al mismo tiempo, y por un fenómeno tan simple como la proyección, ese individuo, o ese grupo de individuos, entendió que el resto de los hechos sucedían bajo el mismo proceso. Primero deseo, luego acción. Así fue que empezó la persuasión de manera conciente, la comunicación con entidades como la lluvia, el sol, la madre tierra. Con el paso del tiempo la humanidad logró entender y anticipar fenómenos naturales, y así ha separado la idea de “voluntad que da origen” (¿la idea de dios?) de esos fenómenos, y ha dejado, en parte, de hacer sacrificios y rituales en pos de “convencer” a la naturaleza. Sin embargo, la humanidad se ha pensado por fuera de esa naturaleza, y ha persistido en la creencia de que nosotrxs sí poseemos esa “voluntad que da origen”. Durante algún tiempo sostuve que esta creencia persistía por cuestiones sicológicas, es decir, básicamente por miedo a la muerte. Por la necesidad de pensarnos trascendentes y no meros acontecimientos de un todo que no podemos manejar, donde nuestro ego, nuestras culpas, nuestros méritos, no son sino chistes sin sentido.
Hoy, sin embargo, creo que esos componentes sicológicos, si bien seguro apuntalan, no son el fundamento de la creencia de la humanidad por fuera de la naturaleza. Creo que el factor fundamental por el cual la creencia de que nuestra voluntad da origen (al contrario de la voluntad de movimiento de un planeta, la voluntad de florecimiento de una flor, o la voluntad de cohesión de una roca), es que no hemos logrado un desarrollo científico lo suficientemente profundo como para anticipar nuestras reacciones mentales de un modo que no dejen duda de su inevitabilidad. Se descartó la idea de que la tierra era redonda recién cuando se pudo dar la vuelta al mundo. Se descartará la idea de que nuestra voluntad es originaria (y no necesaria, inevitable) recién cuando se lo pueda demostrar, pero antes, mucho antes, podemos ser varixs sosteniendo esa hipótesis. La cuestión, claro, es ¿Por qué hacerlo?

Ahí entra, nuevamente, el texto de Nietzsche. Yo la promulgo porque disfruto la “inocencia del devenir”, y quisiera disfrutarla con un número mayor de personas. La inmunidad de simplemente acontecer, la libertad de percibir, de sentir, de experimentar y fluir sin culpas, sin méritos, sin objetivos ególatras. La renuncia a finalidades que sirven nomás para alimentar el ego, permite liberar los sentidos y mirarnos, a nosotrxs mismos y a lxs demás, sin tapujos, sin máscaras, sin deberes y sin prohibiciones, sin juicios de valor. Mirar la realidad sin pensar como debiera ser permite un entendimiento mucho más profundo y más sencillo, y evita la posibilidad de poner máscaras a nuestras pasiones.

En ese punto me perdí. Anduve por ahí poniéndole máscaras a mis pasiones, disfrazando mis malestares con excusas morales. No siento culpa claro, porque no podía haber sido de otro modo, pero disfruto el entenderlo y renunciarlo una vez más, vaya uno a saber hasta cuando.

Mientras tanto ¡Salud! Y hasta la próxima.


sábado, 10 de septiembre de 2011

Supermercado

            Llego caminando al supermercado. Atravieso la puerta mecánica y me divierto con su movimiento automático. Quisiera volver para atrás, hacer una doble entrada nomás para divertirme un rato, pero ya soy adulto, o joven, o algo. Sigo avanzando.

            Saludo al guardia con un leve cabeceo y miro las cajas, poca gente, me alegro. Me alegro de que haya poca gente, “que antisocial de mierda” pienso mientras encaro la fila de carritos.

            Tomo un chango y lo empujo. Cada vez que lo hago me acuerdo de mis tiempos de ñato, cuando corría y me paraba en los caños del carro y jugaba a ser Schumacher. Hoy el alemán ya no es el número uno, y yo soy adulto, o joven, o algo.

            En el sector verdulería hay una madre joven. Su hijo quedó esperando solo en el asiento de un changuito mientras ella guarda las cebollas. Su hijo llora abandonado mientras ella embolsa unas cebollas. Grotesca imagen del pendejo malcriado.

            Me llevo dos tomates redondos, lechuga mantecosa, un morrón rojo, tres limones, tres manzanas verdes y  cinco bananas.

            Me cargo un picado fino en el camino, el olor a salamín me puede.

            Llego a la ruta de los lácteos y me encierro en una de las tantas dicotomías de mercado. Entera o descremada. Son dos palabras y soy consciente de eso, pero parecen representar mucho más. Diversión o salud. Sencillez o snobismo. Por un lado el verde naturalista, por el otro el azul de barrio. Ya fue, agarro una chocolatada.

            ¿Qué me falta? Creo que nada. Encaro para las cajas por el callejón de los vinos y licores. Uhhh, el papel higiénico.

            No hay nadie en mi calleja, así que tiro una coleada y sale buena. Me sube un poco la alegría. Miro para adelante, nadie. Arranco un trote empujando el carro con las dos manos. Empezamos a tomar velocidad. Salto y me paro encima de los fierros que cubren las ruedas traseras de mi vehículo. Me siento un Sebastien Loeb de supermercado. El carro vibra bajo mis pies, mis ojos sonríen aún más que mis labios.

Una mujer atraviesa el final del corredor, es la madre con el hijo llorón. Pongo el pie izquierdo sobre la rueda del mismo costado. El carro colea, se balancea inestable pero consigue quedar en pie, yo salgo trastabillando pero mantengo el vertical.

            Miro para abajo y siento como la sangre fluye por mi rostro. “Disculpe”, atino a murmurar mientras retomo el control de mi Ferrari.

            Doblo a la derecha dos veces solo para evitar volver por el camino en que anda la vil testigo de mi idiotez. Odio doblar a la derecha.

            De casualidad retomé por el camino de los papeles. Agarro un pack de cuatro rollos de higiénico y sigo directo  para las cajas. Hay una vacía pero dice que máximo diez productos.

            Tomates uno, lechuga dos, morrón tres, limones cuatro, manzanas cinco, bananas seis, chocolatada siete, higiénico ocho y salamín nueve. Joya.