jueves, 25 de noviembre de 2010

La Tarde.


Estabamos sentados sobre el techo de una construcción abandonada a medio camino, en uno de esos pueblos que llaman perdidos pero que, en medio de la naturaleza más virgen, son oasis de civilización donde uno se halla, se encuentra, sintoniza con esa consciencia de ser que muchas veces olvidamos en las civilizaciones que tildamos de avanzadas.

A nuestro alrededor no se percibían otros humanos, y nuestra atención visual recaía inevitablemente en ese paisaje sobrecogedor. Los ojos escudriñaban lo que bien podían ser montes nevados, frondosa selva, mar inabarcable, no importaba demasiado, pero fundida la vista en él todo los sentidos se exacerbaban, y sus manos sobre las mías olvidaban los límites de la piel.

El paisaje impresionante se interrumpió por aún más bella imagen cuando se sentó sobre mis piernas. Nuestros ojos revelaban una emosión irracional para cualquier testigo furtivo, mientras que nosotros ni capaces hubiéramos sido de notar su presencia. Nos reíamos no se bien de qué, pero sospecho que fue esa repentina certeza de lo banal del resto. Perdidos en ese momento mágico comprendíamos sin verborragia el sinsentido de las preocupaciones que maquillan la vida diaria, nos reíamos de habernos preocupado por una posible lluvia, nos reíamos de la corrupción, nos reíamos del hambre, nos reíamos del bien y el mal, de las misas repletas, de las manifestaciones progresitas, no reíamos del trabajo, del miedo, de la inseguridad, de los muertos, nos reíamos de dios, del futuro, de todo, nos reíamos porque el absurdo causa risa, y en ese momento todo parecía absurdo, todo menos ella, yo, nosotros, el momento.

Yo tenía ganas de entregar mi sensibilidad representada en líbido, quería conectar nuestros cuerpos por esas vías carnales de la sexualidad, no me movía un deseo final, si no la simple ilusión de extender el aluvión sensorial que se apoderaba de nosotros, quería ver si los sentidos eran capaces de crear un éxtasis aún más profundo. El hecho de estar visibles nos contuvo, no por la vergüenza que podríamos pasar, no importaba, si no por el hecho de tener que interrumpir el momento ante una eventual irrupción. Preferimos no arriesgar, había mucho que perder, aún cuando la victoria pudiera ser total. Así que nos amamos con los botones cerrados viendo al sol bajar, y yo que le pedía se mantuviera quieto, que nos dejara disfrutar un poco más, y a cambio le ofrecía presenciar esa magia de ficción. Pero hay que admitirlo, el sol sabe dar calor más no recibirlo, y así prefirió seguir su rutina milenaria negándome el capricho de extender las horas de un día ¡Un día! No era un costo para tí, no lo era desgraciado.

Y bajó nomas, y nuestro transporte que esperaba para llevarnos de vuelta a la civilización, arrancarnos del pueblo perdido, donde nosotros perdimos el pudor, la vergüenza, el miedo, los límites al afecto.

2 comentarios:

  1. Al principio me vino la imagen de la casa con techo de pasto en san isidro.
    Segui escribiendo.

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  2. Gracias por el aguante! Un texto con poco cuorum, pero para mí muy bonito, al fin de cuentas, es lo que importa. Salud!

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