miércoles, 26 de octubre de 2011

Un cinco de trébol y todo el poder del mundo



            El otro día estaba jugando a la guerra con Dios. A esa guerra que se juega con las cartas, esa que el que tira la carta más alta se lleva las dos y empieza a hacer un pocito, entonces después cuando se le acaban las cartas en la mano mezcla el pocito y sigue tirando, y todo así hasta que uno de los dos se queda con todo el mazo.

            El otro día estaba jugando a la guerra con Dios y nos cagábamos de la risa.

            En un momento hicimos una apuesta. Él me apuró y me dijo que si me ganaba yo tenía que escribirle un cuento.

- “¿Qué cuento?”, le pregunté. “Uno”, me dijo haciéndose el chota.
           
            Acepté, claro, porque eso del temor de Dios siempre me pareció una pelotudez.

            Empezamos a jugar una nueva partida. Que pim, que pam, as que va, sota que viene, el muy conchudo me estaba cagando a palos, hasta que una ráfaga de figuras empezó a torcer la historia.

            “Tomá”, “te cabió”, mi pilón no paraba de crecer hasta que a Dios le quedaron tres cartas.

            Tiramos y pasó lo que pasa en un cuento trillado: dos ochos, empate. No sé si saben, pero cuando pasa eso, cada uno de los participantes tiene que poner una carta boca abajo tapando aquella del empate (en este caso los ochos) y se juega la siguiente carta por las seis que hay en la mesa.

            Tapamos entonces. A Dios le quedaba una carta en la mano y a mí 47, pero yo pensaba que si pudo con los panes y los peces seguro que con las cartas también. Me estaba preguntando qué carajo hacíamos si volvíamos a empatar, porque a Dios no le quedaban más cartas cuando: “¡Ya!”, rugió el Barba y la tierra pareció temblar.

Mientras tiraba mi carta pude ver que era un cinco. Un cinco de trébol, pero bien que me pareció de mierda.

            Y pasó, como es lógico y obvio, lo que tenía que pasar. Dios tiró un tres, creo que de diamantes, pero que más da.

            Gané. Si, gané. Le gané la guerra a Dios.

            Era el momento de cobrar mi apuesta y Dios, re caliente por cierto, me preguntó qué quería. Yo lo vi frustrado, realmente, estaba mal el tipo. Entonces, para aliviarlo un poco le dije que le iba a hacer el cuento igual. “Yo te hago el cuento Barba, así es como que ganamos los dos. Yo te hago el escrito, pero como gané, vos me tenés que prometer que lo hacés realidad” - “De una loco, de una”, me dijo contento y sin pensarlo mucho.

            Y bueno Dios, acá estoy haciéndote el cuento. Y vos, mientras enroscás la cuerda alrededor de tu cuello, pensás que yo soy un traidor, otro Judas. Puede que tengas razón. Puede que tengas razón mientras te subís al banquito y enganchás el nudo de orca en la viga central del techo.

            Con una terrible bronca dibujada en tus ojos milenarios mirás la hoja cuadriculada en tu cama. Es tu testamento, sí, es tu testamento.

            Te parás firme y posás tu vista en el espejo. El te devuelve un rostro marcado de pavor y entonces te das cuenta que eso que sentís es miedo. Un miedo húmedo y prfundo que te hace temblar, te contrae los músculos. Notás como un sudor frío comienza a brotar por todo tu cuerpo, tus manos se cierran mientras tus dedos intentan atravesar la piel de tus palmas, queriendo llegar a ese vibrante vacío. “Pánico, esto es el pánico”, pensás mientras sentís la vida con una fuerza inédita.

            Finalmente juntás el coraje necesario y pateas el banquito contra la pared. Un instante de incertidumbre y ¡PAH! La cuerda te presiona el cogote con un golpe seco. Sentís como tu nuez se hunde ahogándote, pensás: “¿Por qué mierda no elegí ser mina?”, y con ese arrepentimiento dejás el mundo.

            Adiós Dios, era necesario.

Testamento de Dios para todos sus herederos, hijos e hijas de la Tierra y el universo

            1º. Les dejo, ante todo, la libertad. Rompo con este escrito toda obligación, todo pacto de sumisión, esclavitud, fidelidad, ley, etc, etc, mediante el cual ustedes estuvieran sujetos a mi voluntad. A partir de hoy cuentan con su voluntad y nada más que su voluntad.

            2º. Les delego también el poder de crear. Ya no están obligados a creer las creaciones de otros, ni siquiera las mías, pueden crear sus propias creencias y creerlas para creerse y crearse.

            3º. Conmigo se van a la tumba todas las reglas de valores universalmente válidos y trascendentales. Ya no existen “bien” ni “mal” verdaderos.

            4º. Les dejo la potestad de administrar y repartir bajo sus propios criterios todos los bienes y seres del mundo y el universo en la medida que sean capaces. Les recomiendo (y no es más que una recomendación), recordar que ustedes son agua, son oxígeno y son nutrientes de la tierra, quizás deberían, ahora que van a estar solos, pensar en cuidarse un poco más.

            5º. En fin, y para resumir, les dejo el poder y la libertad de hacer absolutamente todo aquello que quieran y de lo que sean capaces. Yo me fui, hagan la suya.

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