sábado, 10 de septiembre de 2011

Supermercado

            Llego caminando al supermercado. Atravieso la puerta mecánica y me divierto con su movimiento automático. Quisiera volver para atrás, hacer una doble entrada nomás para divertirme un rato, pero ya soy adulto, o joven, o algo. Sigo avanzando.

            Saludo al guardia con un leve cabeceo y miro las cajas, poca gente, me alegro. Me alegro de que haya poca gente, “que antisocial de mierda” pienso mientras encaro la fila de carritos.

            Tomo un chango y lo empujo. Cada vez que lo hago me acuerdo de mis tiempos de ñato, cuando corría y me paraba en los caños del carro y jugaba a ser Schumacher. Hoy el alemán ya no es el número uno, y yo soy adulto, o joven, o algo.

            En el sector verdulería hay una madre joven. Su hijo quedó esperando solo en el asiento de un changuito mientras ella guarda las cebollas. Su hijo llora abandonado mientras ella embolsa unas cebollas. Grotesca imagen del pendejo malcriado.

            Me llevo dos tomates redondos, lechuga mantecosa, un morrón rojo, tres limones, tres manzanas verdes y  cinco bananas.

            Me cargo un picado fino en el camino, el olor a salamín me puede.

            Llego a la ruta de los lácteos y me encierro en una de las tantas dicotomías de mercado. Entera o descremada. Son dos palabras y soy consciente de eso, pero parecen representar mucho más. Diversión o salud. Sencillez o snobismo. Por un lado el verde naturalista, por el otro el azul de barrio. Ya fue, agarro una chocolatada.

            ¿Qué me falta? Creo que nada. Encaro para las cajas por el callejón de los vinos y licores. Uhhh, el papel higiénico.

            No hay nadie en mi calleja, así que tiro una coleada y sale buena. Me sube un poco la alegría. Miro para adelante, nadie. Arranco un trote empujando el carro con las dos manos. Empezamos a tomar velocidad. Salto y me paro encima de los fierros que cubren las ruedas traseras de mi vehículo. Me siento un Sebastien Loeb de supermercado. El carro vibra bajo mis pies, mis ojos sonríen aún más que mis labios.

Una mujer atraviesa el final del corredor, es la madre con el hijo llorón. Pongo el pie izquierdo sobre la rueda del mismo costado. El carro colea, se balancea inestable pero consigue quedar en pie, yo salgo trastabillando pero mantengo el vertical.

            Miro para abajo y siento como la sangre fluye por mi rostro. “Disculpe”, atino a murmurar mientras retomo el control de mi Ferrari.

            Doblo a la derecha dos veces solo para evitar volver por el camino en que anda la vil testigo de mi idiotez. Odio doblar a la derecha.

            De casualidad retomé por el camino de los papeles. Agarro un pack de cuatro rollos de higiénico y sigo directo  para las cajas. Hay una vacía pero dice que máximo diez productos.

            Tomates uno, lechuga dos, morrón tres, limones cuatro, manzanas cinco, bananas seis, chocolatada siete, higiénico ocho y salamín nueve. Joya.

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